domingo, 20 de junio de 2010

Del diario de Laura Helguera

Tres frases elementales, un leve brillo en la nariz que parecía no provenir de ninguna luz externa, el perfume, dulce y caliente. La abuela, siempre ella, esperándome al volver de las guardias, escondiéndome de las peleas de mis padres.
Vos la conociste. Te impresionó, no sé si mal o bien, aunque intentaste que fuera bien. Pero no estabas cómodo en su casa, las pocas veces que estuviste allí.
Me acuerdo todavía del susto que me pegué al verte saliendo por su puerta. Una encuesta, por supuesto… pero hasta que no te saludé, no me recordé ese detalle.
Con orgullo y con alivio, te dije “sí, es mi abuela”, queriendo decirte “ya no podés escapar, ya estás en mi vida”.
Volviste sólo para verme a mí, y yo te esperaba y esperaba no verte al mismo tiempo. Qué será lo que me hiciste, con que hilo me ataste, me dediqué a esperarte con miedo por meses. Con fuerza, viniste a dar vuelta mi vida, con intención, casi con saña. Yo era algo secundario, tu poder era lo importante.
Me hablabas cuando era necesario para no perderme, me ignorabas el resto del tiempo… y nadie lo supo, salvo la abuela.
Ella me protegió hasta donde pudo, hasta donde supo hacerlo. Desplegó todo su sentimiento en mí, para no dejarme caer.
Hoy estoy lejos de los dos. Pero sigo cerca de ella. No me has escrito, sé que no lo harás. Mi vida en Francia sería mucho más difícil, más alejada aún de la romántica idea de la abuela, si no fuera porque he decidido que hasta que deje de esperar noticias tuyas, no volveré.

sábado, 19 de junio de 2010

Laurita,
            Que raro se siente estar escribiéndote un mail, a mi edad… Sí, me dirás que no me ponga tonta, que nunca es tarde para aprender, pero tendrías que entender que es una emoción para mí… Más que escribirte un mail, más que eso, es tenerte tan lejos y a la vez más cerca que nunca.
            Es un alivio que venga el invierno y la familia vuelva a las actividades. Tu madre vuelve a llamarme una vez a la semana, apurada, sin querer averiguar mucho. Y yo no quiero el quitarle el sueño, ya sabés. Prefiero que no se sienta culpable y por eso me visite. Prefiero que venga cuando tiene una hora entre un juzgado y otro, a tomar mate y jugar con el gato y escucharme de lejos.
            Y tú, Laurita, como estarás… Te imagino tan contenta, comenzando una vida en París… Tengo que hacerte una confesión de vieja boba, querida. He estado soñando despierta que estoy a tu lado, que soy una de tus amigas y que ambas comenzamos esa nueva vida…
            Hablando de amigas: vi a Anita, el otro día. Está muy triste, me dijo que te extraña, pero creo que hay otra cosa. No quiso hablar mucho, y me hizo acordar a ti, antes del viaje. ¿Qué les pasó a ustedes dos? Lo que más me intriga es que justo después encontré tu nota. En cuanto a eso, Laurita, ya sabés cómo es tu abuela, ¡despistada! No deberías dejarme esas cosas en el cajón, podría no haberla encontrado nunca. Además, no entiendo que te preocupa. No hay razón por la cual yo revele tus secretos. Es más, no hay razón para que revele ninguno. Ya no tengo que preocuparme por mis afectos, los que quedan son más que sólidos, mi vida es tranquila. Tu madre me quiere, a su modo, y tu padre nunca lo hará. Pero lo más importante, es que ninguno cree que me hayas contado nada. No me preguntan a mí esas cosas.
            La gente no ha aprendido a quererse, Laurita, y quizás no lo haga nunca. No quiero que te quedes con una herida sin cerrar;  yo lo he hecho toda mi vida, y no es bueno. Confío en ti, mi amor, en que harás las cosas mejor que yo, mejor que tu madre. Y me enorgullece tu firmeza, pero no quiero verte convertida en piedra. Lo que haya hecho ese muchacho… Querida, sé que te hizo muy mal. Nunca te vi tan agotada, tan seria. Pero es hora de que se lo dejes a él.
            Por cierto, me lo crucé el otro día cerca de la Caja. No me reconoció, iba muy concentrado en algo. No sé cómo estaba, no lo quise mirar. También tiene derecho a tener sus secretos. Sentí que si lo miraba mucho se los iba a quitar todos. Te reirás de esto, pero cuando una es vieja, y más cuando es una vieja docente, ve más cosas de las que querría.
            Al mismo tiempo, sentí una rabia enorme. Sé que es rabia de abuela que ve sufrir a su nieta, pero Laurita, te fuiste tan angustiada, mi chiquita… Siempre fuiste tan fuerte, y te vi tan cansada, y claro que tengo miedo, por más que confíe en que te vas a levantar, pase lo que pase.
            Laurita, mejor no me hagas mucho caso. Me preocupo porque soy tu abuela, sé que harás cosas enormes, nunca lo he dudado. Estoy emocionada por ti, tanto que lloro al escribir esto, pero eso es la edad y nada más.

            Tu abuela, que te quiere muchísimo.

viernes, 23 de abril de 2010

Encontré las cartas.

Quiero que lo sepas.

El martes temprano, mientras te duchabas, pero no importa. No importa quién es Diego, ni dónde... ni la fecha en el vértice.

Marcos llamó esa tarde para averiguar si aún viajaríamos con ellos el sábado. Me dijo algo sobre Estela, que las cosas no están bien. Estuve un rato oyéndolo girar sobre los temas de siempre, conocés a Marcos, la clase, arquitectura, Estela. Volvía de la calle y la encontró revolviendo cajones, encerrándose, en el suelo, dentro de un círculo de fotos viejas. A un costado, relegadas, imitando los bultos de sábanas y camisas a lavar se acumulaban las fotos de Marcos. Del casamiento en adelante. Estaba absorta, decía que hace semanas..., que las fotos a un costado como si la cáscara agria de una naranja... El círculo, y a un costado. Saltó del trance ni bien rozó una mano en su hombro;... que una burbuja hubiera resistido un tacto más fuerte. Se exaltó como si la atrapara robando. No dijo nada, atrapó las fotos en un solo ramo entre las manos y las aplastó contra los álbumes. Le preguntó si estaba todo bien y contestó “...nada” desde detrás del de la pila de camisas y sábanas.

Tienen la mala costumbre de un itinerario de diálogos huecos, tediosos, donde se disuelven rápidamente estas escenas. Entre ellos desaparecen, se esfuman. Y luego de tres pavadas sobre las clases, alguna otra sobre llamados de arquitectura, arroja sobre mi todo esto con un detallismo obsesivo, no exagero, a través del teléfono se excitaba describiendo la lividez mórbida con que sonreía sobre la foto de veinte años. Cree que lo detesta, que en la cartografía de signos, como en el piso las fotos, se convirtió para ella en el símbolo de su declive; una cáscara agria encerrando pulpa.

Marcos la quiere. Ella decide enjaularse en él.

Le sugerí que la dejara, “no tienen hijos”, pero no puse mucha energía en recomendárselo. Aún tenía las cartas en mi mano cuando sonó el teléfono. Francamente, no podía alinear dos ideas sin volver a repetirme, dentro, alguna frase de Diego. Que al cabo la culpa terminará por llevarlo a resentirla. Y ella, ¿qué sentido tiene?, se envuelve en él como en una jaula. Se abriga en él como en una jaula. Se ampara de ella y lo abraza al otro como si estuviera hecho de paredes. ¡Libérense, y déjense en paz! Pero él la quiere... y será en su preocupación el muro...

domingo, 7 de marzo de 2010

Tuve una paciencia de hierro; no sé si tendría que explicártelo. O no sería, como lo llamas tú, algo que siempre están esperando las personas cuando se mantienen unidas. No quiero decir que vos y yo estemos unidos. Ni quiero decir que yo esté esperando algo, que es la única razón por la cuál a mi podría importarme que vos lo estuvieses haciendo. O sea que, no creo que vos estés esperando. Creo que vos no esperás nada. Y tampoco eso tiene nada que ver; no me incumbe. ¿Acaso vos estabas esperando? Fui yo la que sufrió paciencia: no me incumbe.

Ayer arreglé los bolsos cuatro veces. En la primer oportunidad que los desarreglé saqué las tres mariposas de plástico y dos camperas de invierno. Llevaba tres. Las había puesto allí con el espíritu de la bronca… Pero volví a poner las mariposas de plástico; las escondí en uno de los bolsillos de la campera que dejé para llevarme. Dejé la menos abrigada de todas. ¿Vos estabas esperando que yo te hablara de plástico? Perdón, no es que yo lo quiera. Saqué y devolví a sus cajones dos pantalones, dos remeras de manga larga, el buzo de hilo (el gris), el de lana, el negro, el rojo. La mitad de los pares de medias. Estaba arreglando los bolsos por tercera vez. Era ridículo, pero puse mis polleras. Y mira, no tenía bronca, tenía a la bronca desgastada, de una mano para cerrar el bolso, de una mano para abrirlo, estaba pesada de cansarme con esos dos minutos, pero arranqué, en serio, con bronca y luego ya no tuve más. Yo simplemente lo necesitaba. Es simple. Estaba ocurriendo así. Si yo también estaba ocurriendo, y eso estaba ocurriendo con las valijas y la ropa, ¿por qué crees que iríamos a ocurrir distinto? Valijas, como les llamas tú. Me parece idiota. Dejé el teléfono. No iba a llevar justo el teléfono. Entonces, cansada, le saqué la batería y llevé el teléfono. Hacía un bulto espantoso en la red de la mochila. Cuántos cadáveres, todo. Eran dos bolsos y la mochila: yo te dije que eran tres bolsos pero no era verdad; quería que pensaras que eran tres bolsos. A la mochila la llené de libros y de cuadernolas llenas y ni una sola en blanco. ¿Por qué me llamaste por teléfono? Yo no te hubiese dicho nada, eran las 9 de la mañana, yo iba a salir a las 8 de la mañana, a las 7 me iba a despertar el teléfono, lo iba a apagar, iba a levantarme, no a contestar otra música que la del despertador, ni siquiera te atendí dormida, me desperté, contesté, y ni siquiera me sorprendió que fuesen las 9 de la mañana. Tú no sabes lo mal que pone eso a una persona como yo.

Estuve pensando en todo el día de hoy en adjuntarte los horarios de COPSA. Quería que vieras por vos mismo, frecuencia: todos los días, Tres Cruces, 08.00, Tres Cruces, 08:45, Tres Cruces, 09.30. Sentí como si un corazón fuera a latir pegado contra un muro por cortar el teléfono de la cocina así, tan suavemente, que me pareció que te seguía cortando el teléfono con el ruido de las llaves, de la puerta del taxi. Taxi, me quedaban menos de 15 minutos. Había dormido vestida toda la noche. Estaba sudada, amarga, los ojos bien despiertos llenos de lagañas. Era terrible que el taxista escuchara la radio y no buscara conversación.

Me da vergüenza contarte que vi una pileta desbordándose desde la ventanilla del ómnibus, pero es una de esas cartas que tanto quisiera estar escribiendo, como si fuese un viaje porque sí y yo desde la ventanilla hubiese visto una casa de madera, muy de madera, rodeada de mucho pasto abandonado que crecía hasta la mitad de la pared, le daba vueltas a la casa, y seguía creciendo como si todo el pasto baldío de la ruta fuera el patio de esa casa (me duele, yo te hubiese contado cosas así), había un arroyo con agua podrida, tan bello que tú no te imaginas, al costado y delante de la casa, y en la casa, en la puerta, esa pileta desbordándose con la canilla abierta, que parecía que el pasto crecía, que nadie vivía allí.

Te dije que no llevaría la carpa pero era mentira. Alicia me la prestó.

Cuando llegué a Punta Colorada me sentí perdida, despoblada, con los brazos apretados por el invierno, no podía creer que la casa de Alicia estuviese cerrada, que la carpa no estuviera en la puerta, ninguna nota que dijera que la tenía un vecino. La esperé dos horas, me encontró temblando, hecha una bola contra la puerta; creo que me dieron ganas de darle lástima (pero no quiero darte lástima a ti), necesidad de registro, de lo que hacía y lo que costaba, sin que nadie supiera por qué lo hacía. “Te esperaba a tal hora, a tal otra salí”, me dijo. Cuando me vio temblando yo le dije que traía tres buzos adentro del bolso. Me invitó a pasar, a conversar, iba a preparar el mate. Pasé, pues la carpa y el sobre de dormir estaban adentro.

Se levantó un viento fuertísimo en la playa. Quizás nunca se levantó y entre las casas no había viento y en la playa sí, no sé. Me fui dos kilómetros adentro luego de la casa de Alicia, no quería ver su casa por temor a que me asaltara el impulso de cruzar la calle, de abandonar la playa y buscar el cobijo caliente de las casas armando un barrio gris cuatro meses lejos de diciembre, el árbol al lado de la casa de Alicia, vos dijiste (en Noviembre, ¿te acordás?) que querías acordarte de la forma de ese árbol, que te angustiaba y te dolía en el pecho que pudieras olvidarte. ¿Y te acordás?

Nunca había armado una carpa yo sola. El viento me arrancaba un borde mientras ponía el otro. Conseguí ramas finas para clavarlas a la arena y el viento me las arrancaba. Me parecía que eran las 12 de la noche. Eran las cuatro de la tarde. Ni un pensamiento dedicado a vos. Ni un solo pensamiento dedicado a vos en todo el rato que me llevó armar la carpa. No he llorado, por supuesto. Me sorprende mucho no haber pensado en vos cuando terminé de armar la carpa, pero no me sorprende no llorar. Yo fui a escuchar el viento levantando a la arena afuera, fui a quedarme a oscuras y a prender la linterna para mirar la tapa de los libros desparramados en la lona del piso. Vos te imaginarás que yo estaba esperando algo, que cuando pensé en mandarte los horarios de COPSA estaba esperando que me perdonaras por cortarte el teléfono, que te estoy escribiendo una carta para esperar, que te estoy explicando cosas y tejo la telaraña que me enrosca a ti. Pero eres tú el que querrá hacerse las ilusiones. ¿Vos entonces estás esperando? ¿Qué tengo que preguntarte para preguntarte eso? Yo esa noche estaba esperando que lloviera; fantaseé toda la noche que el agua entraba a la carpa y torcía la tinta de los cuadernos, y aflojaba y rompía los libros, el celular sin batería cayendo. No lloré ni siquiera cuando pensaba solamente en agua y por encima de eso escuchaba yendo y viniendo afuera al ruido del mar gigante.

Hoy a la mañana desperté, todavía no había pensando en volverme a Montevideo, y el cielo estaba abierto y caliente.

“Al aire ya./ Y para no volver bajo los techos/ y no ver nunca más las grietas,/ terribles, que nos duelen, al despertarnos juntos,/ tornando al mundo, y la primer cosa/ es una grieta atroz, sin alma, arriba”. Por eso yo no quisiera quererte.

Te quiere,
Ana.