domingo, 7 de marzo de 2010

Tuve una paciencia de hierro; no sé si tendría que explicártelo. O no sería, como lo llamas tú, algo que siempre están esperando las personas cuando se mantienen unidas. No quiero decir que vos y yo estemos unidos. Ni quiero decir que yo esté esperando algo, que es la única razón por la cuál a mi podría importarme que vos lo estuvieses haciendo. O sea que, no creo que vos estés esperando. Creo que vos no esperás nada. Y tampoco eso tiene nada que ver; no me incumbe. ¿Acaso vos estabas esperando? Fui yo la que sufrió paciencia: no me incumbe.

Ayer arreglé los bolsos cuatro veces. En la primer oportunidad que los desarreglé saqué las tres mariposas de plástico y dos camperas de invierno. Llevaba tres. Las había puesto allí con el espíritu de la bronca… Pero volví a poner las mariposas de plástico; las escondí en uno de los bolsillos de la campera que dejé para llevarme. Dejé la menos abrigada de todas. ¿Vos estabas esperando que yo te hablara de plástico? Perdón, no es que yo lo quiera. Saqué y devolví a sus cajones dos pantalones, dos remeras de manga larga, el buzo de hilo (el gris), el de lana, el negro, el rojo. La mitad de los pares de medias. Estaba arreglando los bolsos por tercera vez. Era ridículo, pero puse mis polleras. Y mira, no tenía bronca, tenía a la bronca desgastada, de una mano para cerrar el bolso, de una mano para abrirlo, estaba pesada de cansarme con esos dos minutos, pero arranqué, en serio, con bronca y luego ya no tuve más. Yo simplemente lo necesitaba. Es simple. Estaba ocurriendo así. Si yo también estaba ocurriendo, y eso estaba ocurriendo con las valijas y la ropa, ¿por qué crees que iríamos a ocurrir distinto? Valijas, como les llamas tú. Me parece idiota. Dejé el teléfono. No iba a llevar justo el teléfono. Entonces, cansada, le saqué la batería y llevé el teléfono. Hacía un bulto espantoso en la red de la mochila. Cuántos cadáveres, todo. Eran dos bolsos y la mochila: yo te dije que eran tres bolsos pero no era verdad; quería que pensaras que eran tres bolsos. A la mochila la llené de libros y de cuadernolas llenas y ni una sola en blanco. ¿Por qué me llamaste por teléfono? Yo no te hubiese dicho nada, eran las 9 de la mañana, yo iba a salir a las 8 de la mañana, a las 7 me iba a despertar el teléfono, lo iba a apagar, iba a levantarme, no a contestar otra música que la del despertador, ni siquiera te atendí dormida, me desperté, contesté, y ni siquiera me sorprendió que fuesen las 9 de la mañana. Tú no sabes lo mal que pone eso a una persona como yo.

Estuve pensando en todo el día de hoy en adjuntarte los horarios de COPSA. Quería que vieras por vos mismo, frecuencia: todos los días, Tres Cruces, 08.00, Tres Cruces, 08:45, Tres Cruces, 09.30. Sentí como si un corazón fuera a latir pegado contra un muro por cortar el teléfono de la cocina así, tan suavemente, que me pareció que te seguía cortando el teléfono con el ruido de las llaves, de la puerta del taxi. Taxi, me quedaban menos de 15 minutos. Había dormido vestida toda la noche. Estaba sudada, amarga, los ojos bien despiertos llenos de lagañas. Era terrible que el taxista escuchara la radio y no buscara conversación.

Me da vergüenza contarte que vi una pileta desbordándose desde la ventanilla del ómnibus, pero es una de esas cartas que tanto quisiera estar escribiendo, como si fuese un viaje porque sí y yo desde la ventanilla hubiese visto una casa de madera, muy de madera, rodeada de mucho pasto abandonado que crecía hasta la mitad de la pared, le daba vueltas a la casa, y seguía creciendo como si todo el pasto baldío de la ruta fuera el patio de esa casa (me duele, yo te hubiese contado cosas así), había un arroyo con agua podrida, tan bello que tú no te imaginas, al costado y delante de la casa, y en la casa, en la puerta, esa pileta desbordándose con la canilla abierta, que parecía que el pasto crecía, que nadie vivía allí.

Te dije que no llevaría la carpa pero era mentira. Alicia me la prestó.

Cuando llegué a Punta Colorada me sentí perdida, despoblada, con los brazos apretados por el invierno, no podía creer que la casa de Alicia estuviese cerrada, que la carpa no estuviera en la puerta, ninguna nota que dijera que la tenía un vecino. La esperé dos horas, me encontró temblando, hecha una bola contra la puerta; creo que me dieron ganas de darle lástima (pero no quiero darte lástima a ti), necesidad de registro, de lo que hacía y lo que costaba, sin que nadie supiera por qué lo hacía. “Te esperaba a tal hora, a tal otra salí”, me dijo. Cuando me vio temblando yo le dije que traía tres buzos adentro del bolso. Me invitó a pasar, a conversar, iba a preparar el mate. Pasé, pues la carpa y el sobre de dormir estaban adentro.

Se levantó un viento fuertísimo en la playa. Quizás nunca se levantó y entre las casas no había viento y en la playa sí, no sé. Me fui dos kilómetros adentro luego de la casa de Alicia, no quería ver su casa por temor a que me asaltara el impulso de cruzar la calle, de abandonar la playa y buscar el cobijo caliente de las casas armando un barrio gris cuatro meses lejos de diciembre, el árbol al lado de la casa de Alicia, vos dijiste (en Noviembre, ¿te acordás?) que querías acordarte de la forma de ese árbol, que te angustiaba y te dolía en el pecho que pudieras olvidarte. ¿Y te acordás?

Nunca había armado una carpa yo sola. El viento me arrancaba un borde mientras ponía el otro. Conseguí ramas finas para clavarlas a la arena y el viento me las arrancaba. Me parecía que eran las 12 de la noche. Eran las cuatro de la tarde. Ni un pensamiento dedicado a vos. Ni un solo pensamiento dedicado a vos en todo el rato que me llevó armar la carpa. No he llorado, por supuesto. Me sorprende mucho no haber pensado en vos cuando terminé de armar la carpa, pero no me sorprende no llorar. Yo fui a escuchar el viento levantando a la arena afuera, fui a quedarme a oscuras y a prender la linterna para mirar la tapa de los libros desparramados en la lona del piso. Vos te imaginarás que yo estaba esperando algo, que cuando pensé en mandarte los horarios de COPSA estaba esperando que me perdonaras por cortarte el teléfono, que te estoy escribiendo una carta para esperar, que te estoy explicando cosas y tejo la telaraña que me enrosca a ti. Pero eres tú el que querrá hacerse las ilusiones. ¿Vos entonces estás esperando? ¿Qué tengo que preguntarte para preguntarte eso? Yo esa noche estaba esperando que lloviera; fantaseé toda la noche que el agua entraba a la carpa y torcía la tinta de los cuadernos, y aflojaba y rompía los libros, el celular sin batería cayendo. No lloré ni siquiera cuando pensaba solamente en agua y por encima de eso escuchaba yendo y viniendo afuera al ruido del mar gigante.

Hoy a la mañana desperté, todavía no había pensando en volverme a Montevideo, y el cielo estaba abierto y caliente.

“Al aire ya./ Y para no volver bajo los techos/ y no ver nunca más las grietas,/ terribles, que nos duelen, al despertarnos juntos,/ tornando al mundo, y la primer cosa/ es una grieta atroz, sin alma, arriba”. Por eso yo no quisiera quererte.

Te quiere,
Ana.

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